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Porque se construyen con
bloques de silencio. Porque transparentes no tienen inicio ni fin. Y entonces
te despiertas en el lado equivocado del muro. Y a pesar de que sucedió tantas
veces, nunca supe cuándo ni cómo. Solo al despertar en una cama apenas vacíada,
¡tac!, caía desnudo alcanzando blancas nubes quietas en el azul polarizado del
cielo, deseando con todo el alma tener alas en lugar de manos. Si, en vez de
agua particulada miles de mariposas de alas de acero afilado.
Y porque ellos levantaron
el más alto de todos sin que yo lo notara.
Y terminé vestido solo con
el pantalón del pijamas, en el lado protegido del ventanal de la habitación que
desde esa mañana comenzaba a ser de Teo. Mi elefante parado sobre el hombro
izquierdo, que casi tocaba el muro de la cabecera de la cama matrimonial. La
pared elegida por Marta para colgar nuestra historia hecha fotografías.
No podía pensar. Teo me
había permitido permanecer en casa. Faltar a la escuela. Y me había preparado
por primera vez en mi vida el desayuno. Un nescafé con leche, el primero
también, y una marraqueta tostada con mantequilla. Y tostada quiere decir
quemada.
Estaba allí sin que nada
pudiera escapar de mis ojos. Los hombres no lloran me había dicho tantas veces.
Los hombres lloran bajo la piel delgada que cubría mi pecho delgado, las
clavículas que sobresalían, los hombros angostos, cuando lo vi. Me lo regaló
Marta hacía dos años, cuando cumplí los nueve. Y ambos habíamos crecido. Y
ahora él agazapado entre los rayitos de sol que mi madre había amado cultivar.
Y agazapado significa elástico, fuerte y pegado al suelo. Contención. Y luego
un movimiento lento. Un fotograma al minuto. Cabeza levantada y orejas y ojos
concentrados en una línea que tangente se movía paralelo a la tierra, casi sin
tocar el círculo de influencia de Tirabuzón. El sol en mediodía. El susurro del
Pacífico sobre la Playa Chica. Todo en el medioevo, el aire del medio que era
Huasco, paralizado en un respiro. Calor, gaviotas, botes amarillos rodeando el
muelle fiscal, las suaves olas, la espuma en la brisa, cuando su instinto se
transformó en mil fotogramas por segundo corriendo pegado a las flores y de un
salto vuelo de halcón, atrapó una maravillosa libélula de verano.
Y en ciertos días, al
bostezar, Tirabuzón tenía un aliento a pescado muerto. Tigre en vez de gato.
Un par de años antes. Un
sábado en la mañana Rinoceronte amaneció muerto. Rinoceronte también había sido
regalo de cumpleaños de Marta. Vivía en una jaula viola, de 20 por 30 y 40 de
alto. Tenía una rueda y dos recipientes. Uno para las semillas de girasol y
otro para el agua. Dos pequeñísimas manos de piel transparente y un cuerpo
gris, y el más grande instinto de libertad que yo haya visto en toda mi vida.
Nunca se subió a la rueda ni hizo jamás algo que un hamster debiera hacer.
Salvo una cosa. Una y otra vez. A cualquier hora del día, como si fuera la
forma en que respiraba. Y por eso mismo y mientras Teo estaba en casa, su jaula
permanecía en el baño. A veces yo me sentaba en la taza. Por necesidad o
elección, fascinado por sus increíblemente pequeños y delgados dedos aferrados
a los alambres transformados en barrotes. O porque a menudo lo encontraba
colgando del cielo de su jaula hecho alambrada, ametrallando incansablemente el
metal de su prisión. Lo hice hasta esa mañana de sábado, cuando lo encontré de
costado, algo recogido, sus manos inmóviles. No entendí lo que acababa de
suceder. Teo me explicó, antes de partir a no sé dónde, algo mientras Marta en
silencio dejaba la jaula en el centro de la sala. Yo iba y venía por las
habitaciones de la casa. A veces lo veía. Luego partía a la cocina. Escuchaba a
Marta. O me iba a mi pieza y tomaba una hoja en blanco y dibujaba. Hasta que mi
madre se sentó en el sofá, frente a la jaula de Rinoceronte y yo me detuve a su
lado, y de pronto comencé a llorar. Ella no dijo nada. Me dejó que llorara.
Hasta que ya no tuve nada más que transformar en mar, hizo un pequeño gesto,
extender una mano hacia mí, y yo me refugié en ella.
Fue solo un golpe, y
Tirabuzón comenzó a devorarla, y todo a moverse, los botes que rodeaban el
muelle fiscal, las nubes sobre el cielo, el follaje de los pimientos de la
Plaza de Armas de Huasco, la puerta del jardín que conectaba a la calle y por
la que entraba Teo en ese instante. La mañana en que descubrí el verbo ya no
estoy más acababa de terminar.
Teo usó el de enfermedad.
Eso dijo mientras almorzábamos en el restorante donde la madre de Javier hacía
de camarera al mediodía, y me explicaba que de ese momento en adelante yo
almorzaría allí, y que nos arreglaríamos bien. Y arreglárselas cuando acababan
de partir tu vida en dos fue un modo de decir.