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Big Beach tiene el vientre
de mujer madura que duerme desnuda. Cinco kilómetros de piel estriada hasta
llegar donde el océano se fractura sobre el puño cerrado de Ray Bradbury, un
cementerio de naves imaginarias como pared norte de la desembocadura del
Huasco. A una hora de camino de nuestras casas.
Gaviotas y pelÃcanos lo
saben, el mundo está hecho de trilogÃas. Y es donde lo instalamos, oculto entre
un mar de dunas, un campo de rocas y el gran espejo que el rÃo hacÃa justo
antes de morir. Nuestra playa privada de aguas dulces.
Dos caminos para llegar. El
primero a través del confÃn de las mareas. Caminábamos desnudos o, si hacÃa
frÃo, con los pantalones arremangados mojándonos los pies en el secreto aliento
de las aguas. Y lo seguÃamos cuando estábamos apurados por llegar al rÃo. Era
casi siempre un viaje muy hablado, casi a gritos como si quisiéramos silenciar
la revolución de las olas.
La segunda ruta era
internarse por las dunas unos doscientos metros y luego girar hacia el oriente,
alejándonos del mar. De pronto un bosque de espinos que siempre me hacÃa soñar
con la época en que el dios de América tenÃa piel de cobre. Cuando no habÃa
diarios, ventanas de vidrio, aviones, ni siquiera uno que hablara como
nosotros. Infinitamente antes que yo naciera. Y fue en ese lugar donde la llevé,
al bosque de los hombres de nylon.
Aquel domingo me habÃa
despertado con la seguridad que todo en adelante serÃa distinto. Uno de esos
dÃas que no se olvidan. Yo ya estaba bien. HabÃa sido mi primera noche de
regreso a mi dormitorio. Y estaba preparado.
Justo después de almuerzo,
ese momento del dÃa que para mi padre era sagrado y en el que dormÃa su siesta,
me pasaron a buscar. Marta me miró de forma extraña. Pensé que era por temor a
que volviera a caer enfermo. Yo le aseguré que eso no ocurrirÃa, que estaba
bien, que me sentÃa como nunca. Ella rió, me dio un beso en la frente y me dejó
partir. Y se quedó en la terraza mientras yo descendÃa por la escala de piedra
hacÃa la calle que nos llevarÃa a la Playa Grande. Creo que lloraba. Lo
recuerdo como si fuera ayer, esta misma mañana, su vestido amarillo moviéndose
levemente bajo la sinfonÃa secreta del viento, y su mano en alto, vital,
impregnada de nostalgia, como pretende toda bandera. Y sus lágrimas.
Ese domingo serÃa distinto
a todos los otros porque con mi elefante habÃamos decidido contárselo a los
demás. Necesitábamos ayuda y mi grupo era el mejor apoyo con que contaba esos
años. Si habÃan tigres en alguna parte, ellos los encontrarÃan.
Ansiedad, el único estado
posible. HabÃa sido cerca de un mes con el secreto.
-Tengo algo que decirles
–grité en el instante en que cruzábamos un pequeño puente que comunica con Big
Beach. Y llegamos a la caseta de guardia y a la torre de agua del camping que
se habÃa llevado el mar el verano pasado. Nos desnudamos. Y las dejamos atrás.
En calzoncillos. Todos, salvo Marcela. Y corrÃamos hacia el bosque de espinos.
Desnudos, transformados en hombres nylon. CorrÃamos con nuestras lanzas. En
formación. Una lÃnea de cuerpos desnudos y en silencio. Matar o morir. Una tribu,
la más antigua de todas. Antes que llegaran los españoles y nos enseñaran sus
verbos. Antes que clavaran su cruz sobre el vientre del valle del Huasco. Sin
perros ni caballos. Era feliz de sentirme rodeado por un bosque en medio de las
arenas. Como rasguños en el desierto. La vida que surgÃa donde menos te lo
imaginabas, y la historia, familia tras familia. Sueños y lágrimas. Feliz de
ser un hombre nylon. De creer ser uno de ellos. Correr perdido en el tiempo.
Desnudo entre los mÃos, la tribu de los locos.
Javier, el hijo de una de
las madres que a veces, en las tardes o al anochecer, veÃamos con alguno de los
marinos, iba a la cabeza. Todos los demás lo seguÃamos, incluso mi elefante, al
interior de su palacio metálico, del tamaño de una caja de fósforos, que habÃa
encontrado. Era el lugar preciso para mi amigo. Me encantaba la caja de
tinturas Mont Blanc, pintada con un estilo de la preguerra, como si hubiera
salido del imaginario de Toulouse Loutrec.
Yo corrÃa veloz, con la
energÃa que me daba haber estado encerrado en casa una vida. Con las ganas que
me daba contarlo todo, hasta que llegamos a la orilla de nuestro mar secreto,
de aguas dulces, un lago rodeado de cañaverales y habitado por taguas, y me
encontré con que habÃan levantado un pequeño embarcadero en el que destacaba
una canoa hecha con dos cámaras de neumáticos, igual a la que habÃa visto en
los libros de historia y que dicen habÃan ocupado los primeros habitantes de
Huasco, cientos de años atrás, cuando todo era leyenda.
No elegà el mejor momento
para hablar, debà esperar, a lo mejor habrÃa sido distinto, todos estaban en
otra, pero ya no podÃa más, asà que extendà mi mano y abrà la caja Mont Blanc.
Todos se acercaron y todos rieron. Nada más. Todos salvo Marcela y Ernesto,
sólo que Ernesto ya no estaba.
Al regresar encontré una
casa vacÃa.
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