miércoles, 24 de abril de 2013

Sobre el Origen de Todas las Cosas, 3



              3

                
Big Beach tiene el vientre de mujer madura que duerme desnuda. Cinco kilómetros de piel estriada hasta llegar donde el océano se fractura sobre el puño cerrado de Ray Bradbury, un cementerio de naves imaginarias como pared norte de la desembocadura del Huasco. A una hora de camino de nuestras casas.
Gaviotas y pelícanos lo saben, el mundo está hecho de trilogías. Y es donde lo instalamos, oculto entre un mar de dunas, un campo de rocas y el gran espejo que el río hacía justo antes de morir. Nuestra playa privada de aguas dulces.
Dos caminos para llegar. El primero a través del confín de las mareas. Caminábamos desnudos o, si hacía frío, con los pantalones arremangados mojándonos los pies en el secreto aliento de las aguas. Y lo seguíamos cuando estábamos apurados por llegar al río. Era casi siempre un viaje muy hablado, casi a gritos como si quisiéramos silenciar la revolución de las olas.
La segunda ruta era internarse por las dunas unos doscientos metros y luego girar hacia el oriente, alejándonos del mar. De pronto un bosque de espinos que siempre me hacía soñar con la época en que el dios de América tenía piel de cobre. Cuando no había diarios, ventanas de vidrio, aviones, ni siquiera uno que hablara como nosotros. Infinitamente antes que yo naciera. Y fue en ese lugar donde la llevé, al bosque de los hombres de nylon.

Aquel domingo me había despertado con la seguridad que todo en adelante sería distinto. Uno de esos días que no se olvidan. Yo ya estaba bien. Había sido mi primera noche de regreso a mi dormitorio. Y estaba preparado.
Justo después de almuerzo, ese momento del día que para mi padre era sagrado y en el que dormía su siesta, me pasaron a buscar. Marta me miró de forma extraña. Pensé que era por temor a que volviera a caer enfermo. Yo le aseguré que eso no ocurriría, que estaba bien, que me sentía como nunca. Ella rió, me dio un beso en la frente y me dejó partir. Y se quedó en la terraza mientras yo descendía por la escala de piedra hacía la calle que nos llevaría a la Playa Grande. Creo que lloraba. Lo recuerdo como si fuera ayer, esta misma mañana, su vestido amarillo moviéndose levemente bajo la sinfonía secreta del viento, y su mano en alto, vital, impregnada de nostalgia, como pretende toda bandera. Y sus lágrimas.

Ese domingo sería distinto a todos los otros porque con mi elefante habíamos decidido contárselo a los demás. Necesitábamos ayuda y mi grupo era el mejor apoyo con que contaba esos años. Si habían tigres en alguna parte, ellos los encontrarían.
Ansiedad, el único estado posible. Había sido cerca de un mes con el secreto.
-Tengo algo que decirles –grité en el instante en que cruzábamos un pequeño puente que comunica con Big Beach. Y llegamos a la caseta de guardia y a la torre de agua del camping que se había llevado el mar el verano pasado. Nos desnudamos. Y las dejamos atrás. En calzoncillos. Todos, salvo Marcela. Y corríamos hacia el bosque de espinos. Desnudos, transformados en hombres nylon. Corríamos con nuestras lanzas. En formación. Una línea de cuerpos desnudos y en silencio. Matar o morir. Una tribu, la más antigua de todas. Antes que llegaran los españoles y nos enseñaran sus verbos. Antes que clavaran su cruz sobre el vientre del valle del Huasco. Sin perros ni caballos. Era feliz de sentirme rodeado por un bosque en medio de las arenas. Como rasguños en el desierto. La vida que surgía donde menos te lo imaginabas, y la historia, familia tras familia. Sueños y lágrimas. Feliz de ser un hombre nylon. De creer ser uno de ellos. Correr perdido en el tiempo. Desnudo entre los míos, la tribu de los locos.

Javier, el hijo de una de las madres que a veces, en las tardes o al anochecer, veíamos con alguno de los marinos, iba a la cabeza. Todos los demás lo seguíamos, incluso mi elefante, al interior de su palacio metálico, del tamaño de una caja de fósforos, que había encontrado. Era el lugar preciso para mi amigo. Me encantaba la caja de tinturas Mont Blanc, pintada con un estilo de la preguerra, como si hubiera salido del imaginario de Toulouse Loutrec.
Yo corría veloz, con la energía que me daba haber estado encerrado en casa una vida. Con las ganas que me daba contarlo todo, hasta que llegamos a la orilla de nuestro mar secreto, de aguas dulces, un lago rodeado de cañaverales y habitado por taguas, y me encontré con que habían levantado un pequeño embarcadero en el que destacaba una canoa hecha con dos cámaras de neumáticos, igual a la que había visto en los libros de historia y que dicen habían ocupado los primeros habitantes de Huasco, cientos de años atrás, cuando todo era leyenda.
No elegí el mejor momento para hablar, debí esperar, a lo mejor habría sido distinto, todos estaban en otra, pero ya no podía más, así que extendí mi mano y abrí la caja Mont Blanc. Todos se acercaron y todos rieron. Nada más. Todos salvo Marcela y Ernesto, sólo que Ernesto ya no estaba.
Al regresar encontré una casa vacía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario