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Huasco es tierra de hombres
moluscos y hombres árboles. De gaviotas que saben de contar historias y niños
peces voladores. Un lugar de ferreterías encantadas y galpones castillos
medievales. De calles curvas de muros oxidados y ventanas de nubes azules.
Una tierra que en principio
fue leyenda.
Un puerto ubicado en el
norte de un país isla, aprisionado entre la cordillera de Los Andes y el océano
Pacifico, una larga faja de tierra con fronteras naturales tan extremas como el
desierto de Atacama por el norte y el Cabo de Hornos por el sur.
La casa de Teo, un
funcionario de la Agencia de Aduanas del Norte que hizo carrera en distintos
puertos del desierto de Chile, enfrentaba la Playa Chica, el lugar donde la
línea férrea se abría en varios ramales que pasaban ordenadamente frente a la
estación de trenes, el lugar dónde descubrí a Ernesto jugar solo en las tardes,
cuando regresaba de la escuela escapando de la presión que el grupo le imponía.
(Salía a la hora de la
siesta, cuando todos en Huasco se encerraban en sus casas de adobe y techos de
zinc, y alrededor de las ocho de la noche, cuando el viento del Pacífico hacía
escapar a cada uno de nosotros. Las calles desiertas eran los dominios de
Ernesto y su pierna hecha tristeza)
Todo ocurrió en el primer
otoño de todos los que luego vinieron. Fue un período dominado por la
enfermedad. Me llevaron varias veces al hospital de Vallenar hasta que un viejo
pediatra descubrió que yo tenía las adenoides demasiado grandes, lo que me
transformaba en un niño esponja. Y como una de ellas, dijo el hombre blanco,
atrapas cada bacteria o virus que vuele cerca de ti. Una anémona, pensé yo, y
sus tentáculos dormidos flotando en aguas siempre en movimiento. Y eso es lo
maravilloso, quise decir. Aguas que nunca dejan de moverse. Como los sueños, y
me quedé dormido.
Dejé de pertenecer al grupo
por algún tiempo. Me trasladé al dormitorio de mis padres. Allí instalaron mi
cama. Marta dijo algo de tener control sobre mi temperatura. Teo murmuró en su
oído. Ella lo miró. Lo cierto es que terminé amando esa habitación y sus
ventanales que dominaban la bahía y el muelle desde donde cada madrugada salían
los botes a pescar. Fueron días en que flotaba en compañía de mi elefante al
interior de un espacio en penumbras como si fuera el más increíble de los
océanos. Anémonas de colores. Y mientras yo nadaba en el sudor de la fiebre de
los 40 grados, una enfermera llegaba cada tarde a casa, me volteaba de un lado,
me desnudaba una nalga diferente cada vez y me clavaba una jeringa.
Fue durante la
recuperación, cuando uno se siente particularmente vulnerable, que entendí de
la soledad que rodeaba a Ernesto. No fue sólo que sintiera tristeza al verlo
correr. Intento, quiero decir. Fue algo más.
Huasco queda al sur en la desembocadura
del río que lleva su nombre, en uno de los valles transversales que atraviesan
de oriente a occidente el primer gran desierto de Chile, el Norte Chico. Y fue
allí, en una explanada de ancianos espinos, donde conjugué por primera vez el
verbo que conduciría mi vida que nunca terminé de entender. El amor hecho
carne, digo.
Fue la primera tarde en que
me bajé de la cama luego de dos o tres semanas. Estaba mareado. Me saltaba el
corazón. Mis piernas temblaban. Me sentía intensamente feliz mientras me
acercaba a los ventanales. Entonces vi a Ernesto saltando de durmiente en
durmiente. Lo vi dejando monedas sobre los rieles para que sean aplastadas y
transformadas en medallones que coleccionábamos, por los convoyes que iban a
Guacolda, el lugar donde habían levantado un muelle mecanizado para sacar de
Chile el hierro que necesitaban en Japón.
Lo vi ese otoño con mi
amigo instalado sobre el hombro como si fuera el rey del Kilimanjaro. Yo nunca
estaría solo. Porque, hay que decirlo, yo miraba a Ernesto, él no a mí. Yo
nunca estaría solo porque tenía a mi elefante contándome historias cada noche.
Hasta que él, en vez de ver en el Pacífico las llanuras del Serengueti, vio de
pronto el extraño perfil de Ernesto saltando de durmiente en durmiente, y de
inmediato se volvió hacia mí y me volvió a preguntar por tigres que andaban
sueltos. Fueron los tigres, dijo. No supe qué responder. Sólo le dije que en
África nunca habían visto un tigre porque esa era tierra de leones.