lunes, 25 de marzo de 2013

Sobre el Origen de Todas las Cosas, 1






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           Protegido por una delgada silueta de rocas, tan antiguo como una tribu sin nombre y recostado sobre el horizonte gris del Pacifico Sur, Huasco es un puerto detenido en el tiempo. Tiene una iglesia blanca en forma de bote, dos prostíbulos, un muelle, dos playas y un mar de dunas que se pierde hacia el norte. Llegué allí justo antes de cumplir nueve años. Regresé cincuenta años más tarde para mirar el océano como sólo allí se puede hacer, y encontrar las mismas gaviotas de siempre, cayendo en picada hacia el silencio de sus aguas, y volver a ver la imagen de un niño que intenta esquivar las primeras olas con su pierna contrahecha. Estoy de vuelta, como si nunca me hubiera ido.

Recuerdo.
Antes de todas las cosas, jugábamos sobre la arena de la Playa Grande que nuestros pies desnudos dibujaron sabiendo que nos llamaban los locos. Eramos once que veíamos en ese mar el único lugar por el cual escapar. Hijos de pescadores, mariscadores, patrones de barcas, funcionarios de la única sucursal bancaria, comerciantes, empleados municipales, de los dos policías del retén y de uno que otro profesional que pasaba haciendo carrera. Nadie nos cuidaba. Éramos libres de correr hacia las olas y de regresar para entrelazar nuestros cuerpos, sin que el verbo nos ocupara.

Descubrimiento.
Y fue de pie, con los brazos colgando, sin pestañear, parado a la orilla del muelle, con la mirada fija en el mismo horizonte que un sin número de niños miraba en ese mismo instante, cuando imaginé por primera vez que todos los Huascos del planeta eran uno solo.
Entonces dejó de ser mi puerto. Me había convertido en uno más de los espectadores de una gigantesca galería que en círculo se cerraba sobre un partido de fútbol sin voz ni ojos. Y volví a casa viéndolos por primera vez, a cada uno de los hombres que bajaban de sus cargueros anclados cerca del horizonte, y que hablando en lenguas extrañas se emborrachaban para recorrer luego la calle principal abrazados a alguna de las madres de uno de los nuestros.
Y en vez de escudos medievales, sus relojes Seiko 5 brillando en las muñecas, la ambición de cada uno de nosotros.
Algo había cambiado.
Y fue bajo la galería de la estación de trenes donde di por primera vez un beso. Una tibia noche de verano, sintiendo el batir de las olas sobre la Playa Chica atrapado en mi pecho. Sin trenes ni domingos. Y ninguno de los cientos de pasajeros que de cada ángulo del valle llegaba en la época del calor a bañarse en las frías aguas de la bahía, por quizás cuántos años.

Soledad.
Porque en cada grupo hay uno que nos permite probar el arte de apuñalar sin matar, nosotros tuvimos el nuestro. Ernesto tenía una pierna esculpida por el hambre. Poliomielitis nos explicó tantas veces mientras nosotros nos burlábamos. No caminaba, bailaba zamba cuando deseaba con todo el alma que nadie lo notara.

Inicio
Y fue en uno de los primeros días de otoño. Estábamos en la playa. Ocurrió antes de mediodía. Habíamos faltado a la escuela. Nos comenzábamos a desnudar para bañarnos, cuando sucedieron dos cosas. Todos dejamos de reírnos al ver que en la muñeca de Ernesto brillaba un Seiko 5 Automático. Todos hicimos como si no lo hubiéramos visto.
Y fue el instante en que uno de nosotros eligió para lanzar la pelota hacia el mar. Justo cuando comenzaba una marejada. Hubiera sido cosa de esperar. Ocurría siempre, una cadena de olas más grande de lo normal. Después volvía a la calma. No hay nadie en Huasco que no sepa que el mar tiene su propio ritmo.
Tal vez fue porque yo no tenía la probabilidad de tener un reloj, supe que debía ser un héroe. Ulises, Arturo Prat o AcquaMan. Y corrí tras la pelota que ya se enredaba en la espuma blanca que saltaba hacia el cielo como si quisiera ser nube, mientras el resto del grupo se quedaba atrás.

Secreto.
Entonces ocurrieron dos nuevos hechos. Contra todo lo que pude imaginar hasta ese instante, Ernesto fue tras de mí. Pez y no miedo. Nadie más lo hizo. No sé lo que pensaba. Pero se tiró al agua fría del Pacífico Sur. No volvía reír de él.
Y fue la primera vez que ocurrió. Al despertar, envuelto en toallas y en muchos ojos y manos, estaba allí, un pequeño elefante parado sobre mi estómago, el que apenas notó que yo había regresado, llegó hasta mi oído preguntando con miedo por tigres que andaban sueltos.

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