viernes, 29 de marzo de 2013

Sobre el Origen de Todas las Cosas, 2




2

             
Huasco es tierra de hombres moluscos y hombres árboles. De gaviotas que saben de contar historias y niños peces voladores. Un lugar de ferreterías encantadas y galpones castillos medievales. De calles curvas de muros oxidados y ventanas de nubes azules.

Una tierra que en principio fue leyenda.

Un puerto ubicado en el norte de un país isla, aprisionado entre la cordillera de Los Andes y el océano Pacifico, una larga faja de tierra con fronteras naturales tan extremas como el desierto de Atacama por el norte y el Cabo de Hornos por el sur.

La casa de Teo, un funcionario de la Agencia de Aduanas del Norte que hizo carrera en distintos puertos del desierto de Chile, enfrentaba la Playa Chica, el lugar donde la línea férrea se abría en varios ramales que pasaban ordenadamente frente a la estación de trenes, el lugar dónde descubrí a Ernesto jugar solo en las tardes, cuando regresaba de la escuela escapando de la presión que el grupo le imponía.

(Salía a la hora de la siesta, cuando todos en Huasco se encerraban en sus casas de adobe y techos de zinc, y alrededor de las ocho de la noche, cuando el viento del Pacífico hacía escapar a cada uno de nosotros. Las calles desiertas eran los dominios de Ernesto y su pierna hecha tristeza)

Todo ocurrió en el primer otoño de todos los que luego vinieron. Fue un período dominado por la enfermedad. Me llevaron varias veces al hospital de Vallenar hasta que un viejo pediatra descubrió que yo tenía las adenoides demasiado grandes, lo que me transformaba en un niño esponja. Y como una de ellas, dijo el hombre blanco, atrapas cada bacteria o virus que vuele cerca de ti. Una anémona, pensé yo, y sus tentáculos dormidos flotando en aguas siempre en movimiento. Y eso es lo maravilloso, quise decir. Aguas que nunca dejan de moverse. Como los sueños, y me quedé dormido.

Dejé de pertenecer al grupo por algún tiempo. Me trasladé al dormitorio de mis padres. Allí instalaron mi cama. Marta dijo algo de tener control sobre mi temperatura. Teo murmuró en su oído. Ella lo miró. Lo cierto es que terminé amando esa habitación y sus ventanales que dominaban la bahía y el muelle desde donde cada madrugada salían los botes a pescar. Fueron días en que flotaba en compañía de mi elefante al interior de un espacio en penumbras como si fuera el más increíble de los océanos. Anémonas de colores. Y mientras yo nadaba en el sudor de la fiebre de los 40 grados, una enfermera llegaba cada tarde a casa, me volteaba de un lado, me desnudaba una nalga diferente cada vez y me clavaba una jeringa.
Fue durante la recuperación, cuando uno se siente particularmente vulnerable, que entendí de la soledad que rodeaba a Ernesto. No fue sólo que sintiera tristeza al verlo correr. Intento, quiero decir. Fue algo más.

Huasco queda al sur en la desembocadura del río que lleva su nombre, en uno de los valles transversales que atraviesan de oriente a occidente el primer gran desierto de Chile, el Norte Chico. Y fue allí, en una explanada de ancianos espinos, donde conjugué por primera vez el verbo que conduciría mi vida que nunca terminé de entender. El amor hecho carne, digo.

Fue la primera tarde en que me bajé de la cama luego de dos o tres semanas. Estaba mareado. Me saltaba el corazón. Mis piernas temblaban. Me sentía intensamente feliz mientras me acercaba a los ventanales. Entonces vi a Ernesto saltando de durmiente en durmiente. Lo vi dejando monedas sobre los rieles para que sean aplastadas y transformadas en medallones que coleccionábamos, por los convoyes que iban a Guacolda, el lugar donde habían levantado un muelle mecanizado para sacar de Chile el hierro que necesitaban en Japón.
Lo vi ese otoño con mi amigo instalado sobre el hombro como si fuera el rey del Kilimanjaro. Yo nunca estaría solo. Porque, hay que decirlo, yo miraba a Ernesto, él no a mí. Yo nunca estaría solo porque tenía a mi elefante contándome historias cada noche. Hasta que él, en vez de ver en el Pacífico las llanuras del Serengueti, vio de pronto el extraño perfil de Ernesto saltando de durmiente en durmiente, y de inmediato se volvió hacia mí y me volvió a preguntar por tigres que andaban sueltos. Fueron los tigres, dijo. No supe qué responder. Sólo le dije que en África nunca habían visto un tigre porque esa era tierra de leones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario